Me ha dicho Pilar Raola que... Hace tiempo escribí, en estas mismas páginas, que habíamos dejado muy solo a Pasqual Maragall, y que los más cercanos, la gente que lo teníamos en alta estima, no habíamos tenido demasiada piedad en la crítica. Emular a Saturno es tan propio de la gente de izquierdas, que devoramos a los hijos con tanta voracidad como lo hacemos con los ídolos. Al fin y al cabo, despellejar al propio siempre resulta más gratificante que darle al contrario. En algunos aspectos, la acidez de la crítica a Maragall no respondía sólo a la lógica de las cosas, aunque los tiempos políticos que protagonizó fueron difíciles, sino a esa tendencia saturniana tan genuinamente progre y tan genuinamente catalana. Maragall, con todo, representó un intento muy serio de dotar a la Generalitat de un cuerpo legal sólido y, por el camino, resolver algunos de los aspectos históricos que lastran nuestra realidad. Su apuesta, decidida y audaz, por una España federal, que él atisbó en la mirada pretendidamente cómplice de José Luis Rodríguez Zapatero, fue la voluntad de un hombre de estado. Sin ninguna duda, ha sido un presidente que ha soñado con horizontes lejanos. Pero su Gobierno fue un desastre, acechado por las furias interiores que cavaron su tumba con ahínco y constancia, erosionado por los más cercanos, que quizá nunca lo fueron tanto, de cercanos..., criticado por enemigos y amigos, demasiadas veces con razón, y protagonista de una campaña de acecho y derribo, en las Españas, que fue la más cruel de la historia de la democracia. Ni fueron suyos la mayoría de los errores, ni estamos libres de culpa los que señalamos con el dedo, pero el balance resultó nefasto. Hoy, pasados los meses, podemos mirar con nostalgia lo que podríamos haber hecho y no hicimos. Pero el pasado, en versión completa, es difícil de añorar.
Por ello, la voz que nos llega desde ese pasado resulta tan extraña en el presente. Y no lo digo porque Maragall sea el pasado. Muy al contrario. Estoy segura de que su solidez intelectual y su categoría ética pueden darnos ideas muy importantes en el futuro, y si es capaz de encontrar su lugar al sol de la jubilación política, su liderazgo moral está garantizado. Sin embargo, sus palabras de estos días no eran los de un Sanguinetti o un Pujol, hablando desde los oráculos de sus sabias reflexiones atemporales, libres de la carga de la nimiedad cotidiana. Eran las palabras de un hombre resentido, aún enganchado a la droga dura del poder, nostálgico de sus proyectos y, a la vez, incapaz de ver los errores en que se fundamentaron. Es decir, no habló el Maragall renacido a su nueva realidad. Habló el Maragall que aún habita, cual tenue fantasma, en el despacho presidencial. Y, sin atisbo del sentido crítico que caracterizó sus otras épocas más felices, despachó su bilis contra propios y más propios. Infinitos son los motivos que justifican el solemne cabreo que dicen que tiene el presidente Montilla, por mucho que ponga sordina al eco. Por ejemplo, la atmósfera electoral, que, por arte de magia, acaba de convertir a Maragall en el autor más citado de todos los partidos de la oposición. Por cierto, en línea, me gustó mucho ese amor que ahora le profesa Jordi Barbeta... También es motivo de sonoro enfado la simpleza del análisis, la enmienda a la totalidad que ha hecho del actual Estatuto, dando resuello a los discursos más antisistema, el ridículo en que ha dejado al PSC y, por tamtan, al propio Zapatero, la inutilidad de todo ello, más allá de sacar a pasear los asuntos pendientes. Reconozco que no entiendo a este Maragall enfadado, más cercano al anciano que pasa cuentas con la familia, en la comida de Navidad, que al político de categoría que una admira y respeta. Porque, una vez sacada toda la paja, incluso mirada con lupa la entrevista en L'Avenç, no encuentro ni oportunidad, ni tesis profunda, ni clavo al que cogerme. ¿Será por eso que las voces, antes ruidosas, de Ciutadans pel Canvi estén ahora tan calladas? Más allá del hecho indiscutible de que la pérdida del poder acostumbra a adelgazar notablemente el coro de apologetas, Pasqual Maragall siempre fue un hombre de amigos con nombre propio, gente de nivel que no se acoquina ante la adversidad. Y todos han enmudecido. ¿Será que están como yo, sin entender al amigo?
Hay algo que me parece especialmente insano. La falta rotunda, clamorosa, de sentido autocrítico. Maragall sabe perfectamente que el nuevo Estatuto no fue una demanda de la calle, sino una opción personal y personalista, más cercana a su deseo de hacer historia que a la historia misma del momento, y que si seguimos con el empeño fue por complicidad, por responsabilidad y, quizá, por tozudez. Empezado el lío, no había marcha atrás, aunque sabíamos de la debilidad de su tripartito, de la campaña que se avecinaba, y de la complicada situación en que quedaba ZP después del invento. Ni tan sólo era evidente que Cataluña ganara con tanto esfuerzo. Ni era, ni aún es evidente. Ciertamente, tiene motivos Maragall para sentirse herido con Zapatero si, como asegura, su cabeza rodó por deseo expreso del presidente. Pero, con sinceridad, ¿Zapatero no acumuló ningún motivo para sentirse herido con Maragall? ¿No habría sido algo más saludable una reflexión serena de Maragall sobre los errores cometidos, estrategia, aliados, oportunidad? En ese contexto, las ácidas críticas externas habrían sido algo más pertinentes. Pero subiéndose a la atalaya de su infalibilidad, cual héroe caído, traicionado por propios y asediado por extraños, y escogido el momento más delicado para conseguir el máximo ruido, la figura de Maragall no se vuelve magna y certera. Lo que crece es su sombra, y ya se sabe que las sombras siempre son alargadas.
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